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Vivir en frontera
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viernes, abril 22, 2005

Sin más misterio y en un solo post, aquí va el libro completo

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Vivir en Frontera
José Roberto Duque
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Las páginas que siguen no pretenden ser, como pudiera sugerirlo el título de este trabajo, un tratado o análisis exhaustivo de lo que se ha dado en llamar “la problemática fronteriza”. Integran más bien un cuaderno de impresiones, un relato acerca de las ciudades, la gente, las formas de agrupación social en las inmediaciones de la línea invisible que separa a las repúblicas de Colombia y Venezuela. Al contacto directo con los escenarios donde gobiernan la acción o el olvido ha seguido una revisión de archivos y documentos, pero el autor ha preferido privilegiar la exploración de un indicador fundamental, como lo es la percepción que tenemos la mayoría de los venezolanos sobre la frontera y la que tienen los habitantes de la frontera sobre sí mismos.
Mucho de lo que encontrará el lector más adelante fue alguna vez material noticioso por deslumbrante; con el paso del tiempo pasó a ser un encadenamiento de circunstancias que para el habitante medio de las zonas en cuestión se ha convertido en parte del cada día. Así, el interés que pueden guardar estas páginas para el lector de la frontera y el resto del país puede residir exclusivamente en su condición de documento compilador y de expositor de sensaciones, antes que de revelador o descubridor de verdades ocultas.

La fobia al acordeón

Cierta visión sociopolítica galvanizada en nuestra conciencia colectiva considera al hombre de las grandes ciudades –mejor cuanto más al centro se ubican– como dueño de una razón, un orden y un modelo que el hombre de la frontera debe adoptar dócilmente “porque están en juego la soberanía y la nacionalidad”: el fantasma que recorre el discurso de conservadores y patrioteros de todo cuño es una alarma generalizada que considera al habitante de la frontera un ser indefenso que está a merced de una presunta vocación invasora de los colombianos, o un irresponsable que de buena gana le cede nuestra soberanía a Colombia sin recibir nada a cambio. Según ese mismo discurso, absorber valores de “lo colombiano” es peligroso para nuestra cultura, y la definición más potable y ecuménica del término frontera debe encerrar en una frase las ideas de guerrilla, narcotráfico, secuestro, contrabando y vallenato. Dos monstruos llamados penetración de la violencia y penetración cultural han convertido en terror profundo el viejo y cruel chiste: “Al paso que vamos, en poco tiempo tendremos que mostrar el pasaporte para ir a Maracay”.
Para el caraqueño o valenciano preocupado por este asunto titulado “Defender a Venezuela, luchar contra el riesgo de la colombianización”, escuchar vallenatos es peligroso para nuestra cultura, pero los ritmos más difundidos en esas ciudades también vienen de afuera y se llaman salsa, merengue, rock y todas las variantes de la música techno con sello norteamericano. Escuchar vallenatos es peligroso, pero el repicar del joropo sirve para informar que se acabó la fiesta: la hora del Alma Llanera, en el lenguaje de los bailadores, es la hora de despedirse porque el dueño de la casa o el local quieren ir a dormir. Que se sepa, nadie ha reflexionado acerca de si esa peculiaridad constituye una afrenta a lo venezolano, muy probablemente porque está claro que no lo es… pero escuchar vallenato nos parece muy, muy peligroso.
Con mucha frecuencia se repite que en la frontera colombo-venezolana funciona un “tercer Estado”, una entidad con sus reglamentos, sus formas de sobrevivencia, sus autoridades a veces irregulares, de facto, que actúan y se desenvuelven con una fluidez tal que ya los habitantes de estas zonas han asumido y asimilado su presencia, a veces con resignación, otras con mucho temor y otras tantas con naturalidad. Paramilitarismo y guerrilla, ciertamente, han prolongado muchas veces su confrontación dentro de Venezuela y todas las precauciones y voces de alarma al respecto son más que genuinas. Pero vista la realidad en frío, nada hace pensar que el conflicto colombiano vaya a reproducirse con la misma intensidad de este lado de la raya; lo que debemos confrontar en Venezuela son apenas expresiones de su influencia, no la transformación de este país en su vecino; nos caen balas y esquirlas, pero esto no es la guerra.

Yo nací en la otra ribera

La frontera colombo-venezolana es una de las más activas de América Latina, por volumen comercial y por ocurrencia de acontecimientos que convocan la atención de todo el continente. En Venezuela, donde la sociedad ha dado un salto adelante en materia de adaptación de las instituciones a la diversidad cultural y las peculiaridades de cada grupo humano o región, se ha comenzado a interpretar los códigos de nuestra frontera con Colombia desde una perspectiva más audaz: el diálogo y la interacción cultural y política ganan terreno allí donde hace unos años se ensayaron como estrategias la persecución en caliente (objetivo en el papel: la guerrilla; objetivo frecuente en la realidad: activistas sociales) la brutal represión contra el pueblo wayúu con el pretexto de la lucha contra el contrabando, la persecución contra las etnias binacionales que, ancestralmente, no conocían de líneas invisibles custodiadas por fusiles.
Desprovistas ya de todo control moral y efectivo sobre los ciudadanos de la frontera y sus formas de convivencia, las nociones centralistas de cultura, nacionalidad, Ley y Patria son presencias a las cuales se les debe hacer algunas concesiones formales, pero no tantas como para poner en riesgo la sobrevivencia e incluso la comodidad. Decidir que nuestro hijo nacerá en Venezuela es un acto cómodo y natural en una ciudad del centro del país. Pero cuando se está en la frontera la realidad puede trastocar algunos planes: se cuentan por muchos miles los casos de mujeres de El Amparo que, al sentir los dolores del parto, son trasladadas en una canoa que la dejará en breves minutos en el Arauca colombiano, donde nadie le escamoteará el derecho de dar a luz; puede sumar millones el número de venezolanos que nacieron en Colombia.
Para que los muchachos de El Amparo tengan el honor de nacer en el país de sus padres –¿y quién dijo que sus padres nacieron del lado venezolano?– con un mínimo riesgo para la salud del niño y de la parturienta, habría que trasladarse a Guasdualito, situado a unos 30 kilómetros de esa población; la otra opción es abordar la pequeña embarcación fuera de borda que la dejará en Arauca en cuestión de un minuto cuarenta segundos. ¿Poco patriotismo? No, sentido práctico: nuestros hijos nacen en Colombia y un día después cruzan el río para ser criados, registrados y educados en Venezuela, cosa que ocurre a la inversa en el eje Puerto Santander-Boca del Grita-La Fría: los colombianos que requieren atención médica del lado colombiano suelen acudir a las poblaciones venezolanas en busca de atención médica. Y en ambos casos el honor queda intacto, pues por el resto de sus días crecerán y compartirán colombianos y venezolanos por igual, sin que a la hora de las franquezas importe en qué margen del río vio uno la primera luz.

El confín de Castilletes

La Guajira es un lugar fundamental para comprender lo que significa la vida en la frontera colombo-venezolana. Entre las muchas anécdotas fuera de lo común que los habitantes de Paraguaipoa –estado Zulia– y sus alrededores suelen rememorar con orgullo y algo de boato, se encuentra el honor de haber hospedado en su oportunidad a Rómulo Gallegos, quien escogió una estancia cercana llamada Alitasía para pernoctar. Su objetivo era “cargarse” de atmósferas que le soltaran la pluma al escribir su novela Sobre la misma tierra. No seleccionó nada mal el sitio, el escritor: uno ha escuchado mil veces que el cielo de La Guajira es el más azul del mundo y suele admitirlo sólo por conveniencia, para que no nos vuelvan a repetir la bendita metáfora. Pero cuando uno se encuentra allí se da cuenta de que no hay tal metáfora: la cosa era verdad, diablos.
Apreciaciones estéticas aparte, es preciso conformarse de momento con la imagen de un sitio soleado e inmenso, situado en la entrada hacia la Alta Guajira, el territorio que mayores sinsabores, duras acusaciones, aspavientos de guerra y mea culpas les ha suscitado al par de países que lo comparten. Es preciso volver sobre Alitasía y la carretera que comienza unos metros atrás, para llegar lo más cerca posible al retrato de una de las particularidades político-territoriales más notables de la actual Guajira colombo-venezolana.
El lugar en cuestión, una finca que fue propiedad del Torito Fernández –un patriarca de la etnia wayúu a quien también recuerdan con veneración los integrantes de la etnia, y aun los marabinos con buena memoria– queda a escasos metros del mercado de Los Filúos, situado a su vez a la salida de Paraguaipoa. El viajante que viene de Maracaibo, por la vía convencional de El Moján-Sinamaica, se desvía hacia la derecha –hacia el norte– dejando la ruta que lo llevaría hasta Maicao, y allí mismo se encuentra con una carretera que a uno se le antoja tan angosta como ardiente, tan ardiente como lineal y tan lineal como inacabable, sobre todo si el viaje es a la una de la tarde y usted no tiene ningún argumento a favor para comprobar que es conocedor de la zona: ni el habla de los guajiros, ni aspecto de guajiro. Usted es un alijuna. Un criollo, un blanco, un extranjero, un occidental, alguien que, en resumidas cuentas, no debería estar paseando por allí. Sobre esta cuestión de la desconfianza del guajiro hacia el otro y las sólidas razones que tiene para albergarla, habrá que volver más adelante, breve pero necesariamente.
El caso es que de pronto uno se topa con una línea de pavimento que se desvanece a lo lejos entre ramazones de vegetación xerófila y algún espejismo; al fondo, sobresaliente y empinada, una montañita conocida como la Teta de La Guajira. Imposible encontrar un accidente geográfico mejor dotado de connotaciones edípicas y matriarcales; y, para que no quede ninguna duda al respecto, ya veremos cómo es que este cerro ha sido utilizado como referencia para discurrir sobre el origen de las patrias chicas –Colombia y Venezuela–, sobre la madre Patria, sobre la reina madre y sobre otras progenitoras muy recordadas a la hora de enumerar ciertos increíbles errores políticos que le han costado territorio a Venezuela a favor de Colombia.
Alguien que tenga suficiente aplomo, tiempo, provisiones, un vehículo rústico de los guapos y sobre todo una buena razón para hacerlo, puede recorrer sus diez horas por aquella carretera y toparse sucesivamente con los caseríos de Pararú, Guayamulisira, Sichipés, Neima, Calinatai, lugares que uno rebasa a 80 kilómetros por hora sin llegar a saber que estuvo en un sitio con un nombre. La índole seminómada y de pastoreo de los guajiros de esa región hace que la noción tradicional de “pueblo” sea inaplicable: usted llegó a un lugar que se llama Sichipés pero no ha visto sino media docena de viviendas bastante distanciadas una de otra, algunos cuadrúpedos atravesando la carretera y si acaso a un puñado de personas caminando en medio de la resequedad. Los alijunas, habituados como estamos a bautizar con nombres a pueblos cuadriculados, con un centro y una periferia, nos encontramos de súbito en un lugar ante el cual no se siente la emoción de haber llegado. Porque en realidad uno no llega: uno se acerca, pasa, se aleja: eso es todo. No hay una plaza Bolívar o una edificación que albergue la autoridad local, sólo más carretera, más casas dispersas y de pronto Cojoro, que en esa zona viene a ser lo más parecido a un pueblo de los que estamos acostumbrados a encontrar en toda Venezuela: la escuela binacional Ramón Paz Ipuana con las señas de Fe y Alegría, un poco más de casas que en los otros poblados, más habitantes también. Y a la derecha, el mar, el controvertido mar que forma el llamado Golfo de Venezuela. De Coquibacoa, se apresura alguien a corregir.
El viajante seguirá rumbo por la misma carretera, que comenzó, no lo olviden, allá en Alitasía, y nuevamente se topará con lugares como Urimana, Cusí, Palachúo, Marchipa, Aipiapá. Entre un caserío y otro encontrará un puente en mal estado, luego otro semidestruido, más adelante las ruinas de lo que alguna vez fue un puente y más allá un proyecto de puente que se quedó en la intención, pues sencillamente no existe y quien transite por allí deberá entrarle a lo macho a la quebrada que interrumpe la vía. Con todo, a pesar del sol de plomo vivo, el viajante deberá estarle profundamente agradecido a la naturaleza, pues es preferible soportar todo ese fuego, toda la plaga y todo el salitre, antes que ir en época de lluvias: si lo hace jamás podrá moverse de un mismo lugar, ya que el torrente, la brisa y el mar endemoniado lo convertirán pronto en una isla estremecida sin conexión posible con el mundo.
Minutos después del puente que no pudo ser encontrará un caserío llamado Tapurí, enseguida Güincua y más adelante una laguna que parece abortada de aquel mar inmenso, que de pronto ya no está a la derecha sino en todas partes. Un poco después verá una colinita, unos soldados desplazando su aburrimiento a la derecha de un poste inmenso, y a otro grupo de soldados haciendo lo propio a la izquierda de ese poste. Al llegar, alguno de aquellos soldados le pedirá su cédula de identidad con un poco de extrañeza y cautela, luego lo mirará de arriba abajo, se compadecerá de su aspecto y de su condición de criatura extraviada, y finalmente le explicará: ese poste que usted ve allí no se llama poste, es un mojón. Feo nombre para ese túmulo tan rodeado de soledad como de significados. En ese objeto que se levanta contra el mar Caribe y a cuyos flancos, además de los soldados, pueden verse dos banderas sospechosamente parecidas, comienza, hacia el este, un país llamado Venezuela, y hacia el oeste, otro llamado Colombia.
Bienvenidos a Castilletes, un lugar que goza de una profunda veneración patriótica de lado y lado –en Castilletes nacen dos patrias– a pesar de que su génesis, su escogencia como punto de partida de dos territorios, registra un error monumental, una equivocación histórica tan rotunda como difícil de corregir a estas alturas.

Un error de alto kilometraje

En la década de 1830, los 15 mil 767 kilómetros del territorio de La Guajira quedaron divididos, en el momento de la separación de Nueva Granada y Venezuela como repúblicas, quedando la mayor parte del lado este; estaba establecido, desde 1528, que el punto donde comenzaba el territorio de la Provincia de Venezuela era el Cabo de La Vela, desde donde se trazaba una línea recta hasta la Teta de La Guajira. Una autoridad en la materia, el doctor Pablo Ojer, sostiene que ese Cabo de La Vela a que se refiere el documento de la capitulación no es el accidente geográfico que puede verse en los mapas sino una comarca o provincia situada mucho más al suroeste. Su tesis sostiene que Venezuela debería hoy tener su frontera con la actual ciudad colombiana de Santa Marta.
En 1833, Lino de Pombo y Santos Michelena, plenipotenciarios de Nueva Granada y Venezuela, respectivamente, discutieron y elaboraron un proyecto de Tratado que trasladó aquel punto originario desde el Cabo de La Vela hasta el Cabo Chichibacoa, un salto descomunal a favor de los neogranadinos. Por razones más que comprensibles, el congreso de Nueva Granada se apresuró a aprobar este acuerdo; no así el venezolano, por razones también comprensibles. La diferencia entre los dictámenes de las dos repúblicas provocó una situación que los juristas denominan statu quo, y que le dio vigencia a lo acordado por Pombo y Michelena en el año 33. Llega el año 1886, los dos países deciden someter la cuestión al juicio de alguien cuyo criterio fuera respetable; escogieron a María Cristina, reina regente de España.
El documento por el cual se le otorga a la reina tan tremenda responsabilidad dice que se está acudiendo a su arbitrio “para que fije la línea de frontera del modo que crea más aproximado a los documentos existentes, cuando respecto de algún punto de ella no arrojen toda la claridad apetecida”. Cuando, un siglo después del dictamen de la reina, su bisnieto el rey Juan Carlos visitó Caracas, el Instituto Nacional de Estudios Territoriales y Fronterizos le envió un documento en cual le explicaban, entre otras cosas, que su visita era inoportuna, pues se estaban cumpliendo cien años de aquella “amputación de territorio” cuya sentencia corresponde a “vuestra bisabuela”. No se sabe cuál fue el parecer de Juan Carlos de España al recibir una carta contentiva de tan tardía reacción, pero en todo caso debe haberle dolido eso de “vuestra bisabuela”, con todo y el elegante posesivo utilizado.
En efecto, el apetito de claridad que movió a los venezolanos de finales del siglo XIX no fue satisfecho nunca, y ha sido causa de las más agrias discusiones que tienen que ver, ni más ni menos, con los derechos sobre una de las tres regiones del mundo más ricas en petróleo. Veamos cuál fue el resultado del llamado Laudo Arbitral de 1891, es decir, la palabra de la reina hecha documento inapelable. Dice la sección Primera, refiriéndose al punto donde definitivamente debe comenzar a delimitarse los dos territorios:
“Desde los mogotes llamados Los Frailes, tomando como punto de partida el más inmediato a Juyachi en derechura a la línea que divide el valle de Upar de la Provincia de Maracaibo y Río de La Hacha, por el lado de arriba de los montes de Oca, debiendo servir de precisos linderos los términos de los referidos montes, por el lado del valle de Upar y el mogote de Juyachi por el lado de la Serranía y orillas de la mar”.
¿Está claro? Dígalo honestamente: no tanto, aunque con un mapa frente a los ojos la cosa tiende a cobrar sentido, al menos en lo que respecta al asunto del sitio donde comienza la raya divisoria. No lo pierdan de vista: los mogotes llamados Los Frailes. Usted tiene un mapa en las manos; ¿ya vio dónde están Los Frailes? ¿Tiene algún problema para ubicar el sitio en el papel? Pues no se sienta ignorante, culpable o miserable, pues sucede que en el año 1900 los comisionados de Colombia y Venezuela intentaron ubicar también ese lugar, esos benditos Frailes. Y no sólo en los papeles, ya que la reina no se tomó la molestia de enviar un mapa explicativo; su sentencia consistió en una exposición de palabras, palabras, palabras tan complicadamente conectadas como las que acabamos de transcribir de la sección Primera. No sólo en papeles: aquellos pobres hombres debieron buscar el sitio en cuestión en la piel de La Guajira, en el terreno, allá en aquella región que hace 100 años no tenía ni la carretera ni los puentes destruidos que tiene ahora.
En 1898 fue creada una Comisión Mixta cuya función era la “ejecución práctica del Laudo Arbitral” de 1891, esto es, el establecimiento de indicaciones sobre el terreno, convertir en un asunto físico y palpable la línea fronteriza entre los dos países. Dice el pacto firmado entre Colombia y Venezuela: “...se procederá a la demarcación y al amojonamiento de los límites que traza aquella sentencia, en los límites en que no los constituyan ríos o las cumbres de una sierra o una serranía”. Trámite sencillo si los lugares están bien especificados, pero no así si la señora reina y sus asesores, en lugar de precisiones, se dedicaron a transmitir acertijos. Menudo problema: encontrar Los Frailes, un lugar que nadie en su vida había escuchado ni siquiera nombrar en esos desiertos.
Esa sentencia resultó al final inaplicable. Aquellos comisionados de 1900 debieron dejar las cosas de ese tamaño, regresar a sus casas y explicarle a sus gobiernos la situación: no podemos encontrar ese lugar, ni en los mapas ni mucho menos en aquel inmenso terreno. En lugar de esto, se aplicaron a la tarea de hacer de detectives, y en el intento incurrieron en una singular monstruosidad: escoger por azar o intuición un lugar –la colinita aquella después de la laguna, ¿recuerdan?, donde hoy se levanta el poste o mojón de Castilletes, en el que se aburren los soldados–, levantar un acta en la cual declaran no haber encontrado ningún lugar que llevara el nombre de “Mogotes de Los Frailes”, por lo cual establecieron el punto de inicio político-geográfico de las patrias, sin respirar ni mirar hacia los lados, aquel sitio ubicado a unos cuantos centenares de kilómetros del Cabo de La Vela.
Así que Venezuela -y también Colombia- comienza en Castilletes. A Colombia le corresponde desde entonces la abrumadora mayoría de la península, mientras que Venezuela se quedó con una escuálida franja en la que a duras penas cabe aquella carreterita que comunica a Los Filúos con Alitasía, y a ésta con la recta gigantesca que va a parar a Castilletes.
¿Qué queda de la soberanía, y cómo se ha defendido en los momentos de tensión? En el plano formal y oficial, parece que con mucho ardor. Baste recordar que, en agosto de 1987, la corbeta misilística Caldas, de bandera colombiana, penetró en aguas del Golfo de Venezuela, ocasionando una airada reacción del gobierno de Venezuela, y no sólo diplomática, pues en dos días se movilizó el 70 por ciento de la maquinaria militar venezolana en la vía hacia Castilletes. Setenta por ciento de todo un aparato de guerra dispuesto a defender aquella precaria franja que corresponde a nuestro país.
¿Y qué hay del habitante común, del escudo humano que defiende con su cotidianidad lo que de venezolano puede detectarse en la inmensidad de La Guajira y en otras zonas de la frontera binacional? Habrá que darle un vistazo en el terreno.

Yerba, malanga, marimba…

A principios de 1974, un grupo de cuatro Guardias Nacionales al mando de un teniente realizaba un recorrido de rutina en el Alto Guasare, cuando de pronto comenzaron a dispararles. Los efectivos lograron escapar ilesos de la emboscada y organizaron, esta vez con una unidad mayor, una operación de rastreo en la zona. El hallazgo que realizó esta vez la Guardia fue una de las noticias del año en Venezuela: a pocos metros de la frontera, del lado de acá, un enorme sembradío de marihuana era trabajado por un grupo de agricultores colombianos, quienes ni siquiera sabían –fueron sus testimonios en el momento– que estaban fuera de su país. Detrás de éstos, beneficiándose con el grueso de su trabajo, había toda una red organizada, una estructura de producción que contaba con su pequeño ejército y sus sistemas de comunicación. De esta manera casual pudo Venezuela tener conocimiento de algo que para la época causó un estado de estupor general: ahora no sólo había colombianos residenciados de manera ilegal en Venezuela, sino que realizaban la actividad peor vista socialmente para entonces. Que los venezolanos descubrieran de pronto que en todos sus estratos sociales se consumía marihuana con regularidad era motivo de preocupación, aunque podía soportarse; pero el enterarse de que había colombianos cultivándola en nuestro territorio… fin de mundo.
A partir de entonces el ejército venezolano decidió realizar labores más meticulosas de vigilancia en esa y otras regiones del estado Zulia. El desafío mayor lo constituía, por cierto, la exploración de la parte alta de la Sierra de Perijá, una región selvática y montañosa a la cual resulta toda una proeza acceder por medios convencionales desde el estado Zulia. Desde Venezuela, en efecto, sólo se puede llegar hasta arriba por vía aérea, o en una caminata que puede muchas horas. Desde Colombia –Valledupar–, en cambio, es un corto paseo: ya para entonces, esa parte de la montaña había sido deforestada y poblada por décadas, de modo que llegar hasta la cima –y pasar a la otra vertiente, la que todavía suponemos que es de Venezuela– era, y lo es todavía, cuestión de tener un vehículo rústico con medio tanque de gasolina. Se organizó, pues, un plan de reconocimiento aéreo mediante el cual se pretendía tener una más clara visión de lo que estaba ocurriendo en el olvidado territorio de la sierra. Por supuesto que esa anhelada “clara visión” la tuvieron, primero el ejército y más tarde la opinión pública en pleno.
Ocurrió en septiembre de 1976. Luego de varios meses de detección de sembradíos y conucos aislados en un área de 50 hectáreas, las patrullas de reconocimiento que sobrevolaron los sectores más próximos a la frontera, sierra adentro, dieron con lo que se supone era la plantación matriz. La siembra fue metódicamente destruida en un lapso de un mes y medio, con lo cual se creyó haber eliminado el cultivo más grande de marihuana de la zona; lo demás, supusieron los militares encargados de liquidar todo rastro de plantación de la hierba, era cuestión de establecer suficientes puntos de vigilancia y esperar la cooperación de las autoridades colombianas. Una fantasía que no tardó en desplomarse ante la proporción y connotaciones de la realidad.
En primer lugar, el auge de la explotación de la marihuana –el llamado “boom marimbero”– había llegado a tal grado de desarrollo y expansión en Colombia que era prácticamente una quimera esperar apoyo efectivo de ese país. Vista desde el norte, la Sierra de Perijá ya estaba, hacía dos décadas, dividida en dos partes: una inmensa selva susceptible de explotación en la parte izquierda, y un terreno despojado de vegetación, lleno de poblados y mucho movimiento minero y comercial en la margen derecha.
Por supuesto que Venezuela tenía que hacer, e hizo, algo al respecto. “Algo” que evidentemente no ha servido para mejorar las cosas, aunque sí para satisfacer a cierta corriente de opinión según la cual para sacar a la sierra del abandono es preciso intervenir en ella con las herramientas de la industrialización: la explotación carbonífera.
En los años 90 cristalizaron varias concesiones para la explotación de carbón y otros minerales en la zona, y la cuestión no pasaría de ser una simple acción retardada de aprovechamiento de una zona cualquiera, de no ser porque la Sierra es Area bajo Régimen de Administración Especial y Parque Nacional. Y esto, a su vez, no tendría más significación que cualquier asunto legal, de no ser por un detalle de mayor peso: la Sierra es, desde antes de la llegada de Colón, sitio de residencia de un par de etnias, los yukpa y los barí. La deforestación de varias hectáreas de terreno acabará con la única región del mundo donde pueden vivir sin temor al exterminio los 6 mil supervivientes de estas etnias.
En aquellas altitudes, en lo que queda de selva –que todavía es bastante, hasta la fecha– nadie fluye mejor que yukpas y barís. O, para decirlo de manera más apropiada, nadie fluía tan bien por allí hasta que hicieron acto de aparición unos personajes a quienes los indígenas suelen referirse sin pronunciar palabra. En lugar de tenerles una denominación castellana o en su idioma, cuando van a hacer alusión a ellos lo hacen con un gesto: estiran un poco la barbilla, ponen la palma de la mano a la altura del pecho, abierta hacia arriba, con los dedos separados, y hacen como si tocaran algo mullido bajo el mentón; quizá una barba muy poblada. “Los barbudos” son gente que baja desde muy arriba o quizá desde el otro lado de la montaña, hombres de verde oliva y fusil que antes eran sólo seres fugaces y desubicados, pero que en algún momento comenzaron a dejarse ver con más frecuencia y establecieron buena relación con los indígenas.
Cuestión de supervivencia. Para ambas partes.

El benefactor


El Centro Cívico de San Cristóbal es el lugar más concurrido de la capital tachirense. Si algo de ciudad moderna percibe el caminante en ella, la impresión seguramente cobró forma definitiva en un recorrido por ese lugar: activa zona comercial, lugar de confluencia de varias rutas de transporte, miles de vendedores ambulantes alrededor, un par de restaurantes dignos y una docena de comederos para todos los estómagos; eterna feria de gente de negocios mezclada con desocupados, paseantes y algún carterista. Detalle interesante: esta ciudad tiene uno de los más bajos índices de criminalidad de Venezuela, de modo que el único “desperfecto”, la única circunstancia que hace pensar en una San Cristóbal no tocada aún por la hiel del crecimiento –hablar de progreso sería ya excesivo– es la ausencia de un desborde delictivo cuyas cifras espanten. Lo que puede sentirse en el Centro Cívico, en resumidas cuentas, es la palpitación de una ciudad con alta densidad demográfica, pero no superpoblada; una ciudad algo agitada, pero no peligrosa; una ciudad con mucho de rural, pero capital de estado al fin y con una etiqueta de las que pesan: es el centro poblado más importante de la frontera andina.
El 18 de abril de 1997, en aquel Centro Comercial ubicado en la Séptima Avenida, un comando integrado por la Guardia Nacional y la Disip capturó a un hombre que en un primer momento fue identificado como Rafael Antonio Cruz Rojas, venezolano, con residencia en las afueras de San Cristóbal. Enseguida fue llevado a la sede del Comando Regional Número 1 de la Guardia Nacional, desde donde se realizaron un par de llamadas y un envío urgente de documentos a Bogotá. Pocos minutos después estalló un bombazo noticioso a través de los principales medios de comunicación del país y, antes de la medianoche, una felicitación del gobierno de Estados Unidos para el comandante del Grupo Antiextorsión y Secuestro de la Guardia Nacional de Venezuela, por haber capturado al hombrecito del Centro Cívico: aquel plácido ciudadano no respondía al nombre de Rafael Antonio Cruz Rojas, como decía su cédula. Se trataba del colombiano que llegó a ser el tercer hombre en importancia –detrás de Pablo Escobar Gaviria y Gonzalo Rodríguez Gacha– del extinto Cartel de Medellín, Justo Pastor Perafán. Suficiente para explicar la euforia del gobierno más poderoso de la tierra, y para entender la agilidad con que más tarde se gestionó e hizo efectiva su extradición al país del Norte.
Los sucesivos descubrimientos que se produjeron en torno al caso no dejaron dormir por mucho tiempo a las autoridades colombianas ni –por más poderosas razones– a las venezolanas. Aterraban fundamentalmente dos hechos: uno, que Perafán hubiera establecido residencia un año atrás en una zona que no se caracteriza precisamente por ser de las más recónditas del Táchira: el sector El Valle, cerca de la alcabala de El Mirador, queda casi al borde de una de las carreteras más transitadas del estado, la que comunica a San Cristóbal con Capacho, San Antonio y Cúcuta.
En esa población –más bien un apéndice de San Cristóbal que en pocos años estará dentro de la ciudad– había hecho vida el narcotraficante, uno de los hombres más buscados de Colombia después de la muerte de los principales capos de la droga. Y no sólo había establecido allí su lugar de residencia, sino que a fuerza de inversiones, relaciones y otros hábiles actos se ganó el respeto de una buena cantidad de moradores de la zona. La casa que habitaba era una quinta valorada en 40 millones de bolívares –mayo de 1997–, y el avalúo de sus bienes resultó en un primer momento imposible, entre otras cosas por la red de testaferros y complicidades en la que se había apoyado para construirse un modo de vida holgado y sin complicaciones.
Luego de su captura hubo conmoción en El Valle, El Mirador y Tres Esquinas: aquella veloz operación comando les había arrebatado de su lado a un vecino que se había convertido, más que en una presencia agradable, en un benefactor, en alguien capaz de satisfacer para esos sectores –como en efecto lo hizo– la demanda de algunos servicios primarios que los gobiernos regional y municipal no habían atendido con la debida premura.
El dramático hecho coincide con circunstancias e incluso con comentarios hechos por la guerrilla colombiana en muchas oportunidades: las poblaciones venezolanas ubicadas en la frontera entre los dos países dejaron de ser hace tiempo un simple respiradero de los grupos alzados en armas y, como puede verse, quizá también de los narcotraficantes activos o en desbandada. Ahora ha pasado a ser campo abierto para toda clase de actividades, y en este caso la ventaja está del lado de aquellos grupos que han logrado mayor nivel de organización y capacidad de penetración de las comunidades.

Historia de un río

En 1976, el señor Fernando Bayón, un hacendado cuyas tierras se encontraban cerca del río Arauca, en el lado colombiano, tuvo una iluminación, una idea interesante que, según supuso, habría de mejorar suficientemente la irrigación para sus siembras. La hacienda, ubicada en un área privilegiada cerca del gran río, tenía sin embargo una peculiaridad algo molestosa: a pesar de su ubicación, por el centro de ella apenas pasaba un pequeño curso de agua, una especie de quebrada o caño que comunicaba a un río colombiano con el Arauca. Este caño era conocido como Bayonero, debido a esa costumbre de nombrar a las propiedades con el apellido de sus dueños.
El proyecto de Bayón sonaba sencillo. A punta de tractor, ampliaría el ancho de aquel triste caño para convertirlo en un caudal más o menos respetable, una corriente de agua más alegre.
Los trabajos duraron un tiempo relativamente corto. En cuestión de un mes los tractores avanzaron unos buenos metros dentro de la hacienda y el Arauca comenzó a darle nueva forma al curso del caño. Cada metro que avanzaba la improvisada zanja se iba llenando de un curso de agua que pugnaba por avanzar, ayudado por la potencia del majestuoso río llanero. Su fuerza era tal que en un momento las cuadrillas de trabajo debieron imprimirle mayor velocidad a su actividad; el agua se adaptó fácilmente al cambio y ahora reclamaba con urgencia un mayor cauce, un mayor espacio para su avance. Bayón recibió con alegría esta respuesta de la naturaleza. Pero la alegría duró muy poco tiempo, porque de pronto, sin aviso de ningún tipo, la enormidad del río Arauca comenzó a salirse de madre. Entonces ya la preocupación del dueño de las tierras no fue hacer que el río entrara, sino buscar la forma de hacerlo salir: lo que estaba a la vista era la posibilidad de una inundación de gigantescas proporciones.
El experimento culminó de una manera brutal. El irrisorio caño Bayonero desapareció del mapa y, junto con él, la hacienda cafetalera del ingenioso señor Bayón. El antiguo curso de agua se convirtió primero en una laguna turbulenta y anárquica, y poco a poco, cuando las aguas encontraron el mejor pretexto y las mejores condiciones, en un poderoso brazo del Arauca, un río enorme, incluso navegable con embarcaciones de pesca menor. Un río que se lleva a Colombia el 60 por ciento de las aguas que antes venían a Venezuela.

Historia de otro río

Maicao está situado en el corazón de un accidente geográfico bautizado como Cuenca Binacional Carraipía-Paraguachón, que no es sino la cuenca formada por los ríos que llevan esos nombres y sus afluentes. El área de esta cuenca es de unos 600 kilómetros cuadrados y se supone que es binacional porque baña o intenta bañar a ambos lados de la frontera. Sólo que a partir del año 1983 la presión y los reclamos de la colectividad de Maicao debido a los problemas de falta de agua se hicieron demasiado fuertes; ya resultaba quimérico el florecimiento de actividad alguna en medio de un desierto en el cual hacer salir agua por los tubos durante dos días seguidos era toda una epopeya. Entonces el Estado colombiano decidió atender el reclamo de aquellos compatriotas abandonados y les resolvió el problema destrozando el nudo gordiano: desvió el curso del río Paraguachón, que originalmente iba a desembocar en el Golfo de Venezuela. Ahora la población de Maicao tiene a su disposición el 100 por ciento de las aguas del río, que por supuesto ahora no es binacional sino totalmente colombiano.
¿Qué queda del lado venezolano? Una sequía atroz de cuya aspereza rara vez se tienen noticias en Caracas. En algunas zonas de la Alta Guajira se ha acudido al recurso de los molinos de viento para extraer el agua del subsuelo, pero ésta tiene una salinidad tan alta que no resulta apta para el consumo humano, a pesar de los esfuerzos que alguna vez se hicieron para mantener en funcionamiento un par de plantas desalinizadoras. Estos equipos hoy están convertidos en chatarra y abandonados a la intemperie.
Cuando llega la temporada de las lluvias los papeles se invierten: toda el agua salida de madre acude a reventar hacia los territorios por los que antes transitaba metido en su cauce, pero ahora lo hace en forma de pavorosas inundaciones de las que difícilmente se salvan los animales. Así, si en febrero todo es súplica para que venga la lluvia, en octubre las plegarias cambian de registro: ahora son clamores para que deje de llover en las partes más altas de la cuenca. Y luego la lenta e incompleta evaporación de las lagunas que favorece la proliferación de virus y bacterias; he allí el mejor caldo de cultivo para el cólera, la malaria y otras enfermedades asociadas a estados lamentables de insalubridad.

Vacuna o adiós

El recorrido por la carretera Machiques-Colón –que enlaza al estado Zulia con el Táchira en un tramo que va de norte a sur, al occidente de la cuenca del lago– resulta un espectáculo intreresante en cualquier época del año. A medida que se avanza hacia el Táchira la temperatura se va haciendo más fresca, la vegetación adquiere otra textura y, en general, el viajante percibe un ambiente más bondadoso, espléndidas plantaciones, llanuras que sorprende encontrar en un estado del cual se ha tenido siempre una percepción opuesta: Zulia, hemos aprendido, es sinónimo de sol y de aridez, lo cual no cuadra con las frescas imágenes que van sucediéndose de Machiques hacia el sur.
Esto, en lo que respecta a la parte física del trayecto, porque en lo que tiene que ver con los aspectos sociales, con las relaciones y tensiones humanas, mientras más se viaja hacia el sur más cerca se está de una de las zonas más controvertidas de la frontera, debido a la acción de los grupos irregulares de Colombia: el Sur del Lago es, después del Arauca, el escenario que registra mayores incursiones de grupos irregulares, y mayor presencia de desplazados colombianos.
Lo anterior explica que, con de la sensación de prosperidad, cohabiten algunos signos de desamparo: no es extraño ver en la entrada de aquellas fincas maravillosas, en cualquier lugar de las inacabables cercas, los letreros que anuncian la venta de esas propiedades. Son muchos los propietarios que se han visto en esa situación: tienen en sus manos la tierra más noble de la región pero las incursiones de grupos organizados y elementos del hampa común han terminado convenciéndolos de la necesidad de claudicar. Las formas del acoso son conocidas: el propietario debe pagar “vacuna” para que los grupos armados le garanticen la protección, la seguridad de sus bienes y de sus familias, algo que muchos ganaderos habían aceptado dócilmente durante la década anterior. Con la creación del Teatro de Operaciones número 2, la palabra “soberanía” comenzó a sonar con aires marciales, y de pronto aquello de “protección” pasó a ser un término afín a “traición”: pagarle vacuna a los guerrilleros o paramilitares ya no sólo era un acto de cobardía sino un delito que las autoridades militares castigaban con el máximo rigor; reconocer la autoridad de la guerrilla es desconocer la autoridad del gobierno nacional: de ese género era el dilema de los habitantes de la zona hasta hace poco tiempo.
La cuestión está claramente establecida: dejar de hacer el pago a los guerrilleros es un acto de patriotismo que puede costar la vida, o un percance terrible como un secuestro o retención que a la postre saldrá más caro que la tradicional vacuna.

Ureña, Norte de Santander

En Ureña, estado Táchira, se ha hecho famoso el amargo percance que le tocó vivir a un antiguo prefecto de la localidad, hacia el año 1975. Este hombre dijo en voz alta, y un periódico local lo reprodujo con titulares destacados, que Ureña era el patio trasero de Cúcuta. La frase no es autoría del prefecto, sino un dicho que se repetía y se repite a cada momento, cada vez que alguien quiere hacer énfasis en la presencia multitudinaria de colombianos en el pueblo. El prefecto de marras recibió presiones y amenazas de todo tipo, hasta que tuvo que renunciar y marcharse durante unos años del pueblo. ¿Marcharse de su pueblo natal, sólo porque repitió algo que ofende a los nativos de otro país? Corrección: ofendió a una comunidad con una presencia aplastante –numérica, cultural, incluso política– en la población.
El elemento exacto para comprender o al menos visualizar qué tan Cúcuta es Ureña –y viceversa– es la cercanía de ambas poblaciones, si es que cabe el término “cercanía” para denotar el hecho de que entre una y otra sólo hay un puente que no sobrepasa los 30 metros de longitud. Pero hay algo más significativo. La sede de la alcaldía del municipio Pedro María Ureña queda, como se estila en los pueblos típicos de Venezuela, frente a la plaza Bolívar. Usted se para frente a la alcaldía, camina media cuadra hacia el norte, dobla hacia la izquierda, llega a la otra esquina, se para allí y mira hacia la izquierda: allí verá el puesto de la Guardia Nacional que marca el fin de la patria, la raya limítrofe entre Venezuela y Colombia. A menos de 200 metros de la sede de la autoridad municipal queda Colombia.
No extraña entonces que la cultura y los estilos de vida colombianos hayan hecho de Ureña un buen sitio donde acampar, eventualmente pasar unas vacaciones y por último quedarse a vivir. No hay ni que mencionar el hecho de que las emisoras del Norte de Santander se escuchen con más frecuencia y con mayor intensidad que las venezolanas.
Un buen ejercicio para calcular cuántos nacionales de Colombia poseen o atienden locales comerciales en Ureña, es el que sigue. Pregunte por el precio de un artículo cualquiera; el encargado le dirá, por ejemplo, “Tres mil quinientos”. Pregúntele: “¿Bolívares o pesos?”. La reacción del dependiente revelará su nacionalidad: los colombianos le responderán con toda naturalidad “bolívares”, mientras que los venezolanos se sobresaltarán, lo mirarán como si usted los hubiera insultado y le responderán lo mismo, pero en el tono de quien reclama “¿Cómo van a ser pesos, imbécil?”.
Es inocultable la enorme importancia de la fuerza de trabajo cucuteña en el lado venezolano. La Cámara de Comercio del eje San Antonio-Ureña registraba, a principios de 1997, 68 por ciento de mano de obra colombiana en las principales industrias ubicadas en el sector. José Rozo, presidente de la Cámara para ese momento, comentó la causa principal de ese predominio: los industriales prefieren tener trabajadores colombianos en sus plantas debido a que trabajan mucho más por mucho menos sueldo, y que por lo general tienen un más alto grado de especialización que los venezolanos. Otra razón, quizá no medible ni verificable en números pero acaso sí en resultados: “Cuando uno contrata a un colombiano lo primero que éste pregunta es qué hay que hacer, mientras que el venezolano pregunta cuánto le van a pagar”. Parece un axioma traído por los cabellos, pero lo cierto es que tal esquema, tal percepción de las cosas ha favorecido la presencia de muchas familias cucuteñas en el eje San Antonio-Ureña, y también el tránsito permanente entre uno y otro lado de la frontera. De todas formas para el trabajador cucuteño no es estrictamente necesaria la mudanza del hogar hacia suelo venezolano: cinco minutos de trayecto y ya estará en su lugar de trabajo, pues además las unidades de transporte colectivo son numerosas, su circulación permanente y se encuentran en buen estado. Más tarda un trabajador que vive en Petare en llegar hasta El Silencio, que uno de Cúcuta en llegar a Ureña o Aguas Calientes: Colombia –Venezuela– está allí, en la próxima parada, y usted puede pagar el pasaje en pesos o en bolívares.

Perseguir en caliente,
asesinar en frío

Los hermanos siameses Apure-Arauca conforman el lugar de la frontera en el cual la línea divisoria entre Colombia y Venezuela está más claramente establecida, gracias a la presencia del gran río. Es también –notable paradoja– la región en la cual resulta más difícil precisar en qué lugar comienza y termina el radio efectivo de acción de cada país. El primer secuestro llevado a cabo en el Arauca por la guerrilla colombiana en contra de un venezolano, según lo registran las crónicas oficiales, fue el de Lizardo Márquez Pérez, a quien interceptaron mientras se dirigía a su hacienda ubicada en la región del Cutufí, el 28 de octubre de 1979. El único precedente de una acción de este tipo había sido la captura de Ricardo López Sánchez, un abogado a quien detuvieron en el estado Táchira tres años atrás para cobrar luego una suma millonaria por su rescate. Desde entonces hasta julio de 1997 se habían producido, según una investigación hecha por Gustavo Azócar para El Universal, un total de 216 acciones de ese tipo, reivindicadas o no por el Ejército de Liberación Nacional –ELN– o las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia –FARC–. La historia, y por supuesto las cifras, experimentaron un incremento notable luego del surgimiento de grupos paramilitares, y luego de cierta degeneración de esa actividad de por sí ya bastante deplorable: la incorporación del hampa común a la industria del secuestro, a manera de intermediario. Traducción: bandas del hampa común comenzó a secuestrar ciudadanos y a “vender” a los capturados a otras organizaciones, que luego se ocuparían de cobrar el respectivo rescate.
La portentosa producción agrícola de la región del Arauca –Alto Apure– tiene en los ríos Sarare, La Victoria y El Nula sus más notables aliados. La frontera sur del territorio, como ya se dijo, está definida por el centro del cauce del río Arauca, la gran referencia geográfica y estratégica de la zona. Una numerosa legión de productores agropecuarios le proporcionan dinamismo a una comunidad en la cual, a pesar de la lejanía de los centros de poder y lo agreste que se han tornado las relaciones desde hace algún tiempo, se respira algo que podría catalogarse como abundancia, aunque quizá no como prosperidad: la circulación de dinero puede ser acá bastante fluida y abultada, pero en general el aspecto de las poblaciones es el de todo lugar al que el Estado –o ambos Estados– abandonó durante muchos años. La brecha entre los terratenientes y la gente del común –pescadores, pequeños comerciantes, labradores– es gigantesca, por mucho que el espíritu de confraternidad los una cotidianamente en torno a los mismos espacios, las mismas actividades festivas, y casi las mismas preocupaciones.
Desde la década de los 70, la región fue terreno propicio para que los principales frentes guerrilleros –por parte del ELN, los frentes Domingo Laín y Efraín Pabón, y el X Frente de las FARC– actuaran con efectividad, militar y socialmente. Si alguna virtud puede atribuírsele a estas organizaciones guerrilleras es la paciencia que han tenido para aplicar un método que podría catalogarse como de largo aliento. Así como su estrategia hacia la toma del poder en Colombia ha sido larga y sorprendentemente organizada, el proceso de penetración ideológica, social y militar del lado venezolano ha seguido un orden y un mecanismo tan preciso que ya resulta imposible soslayar sus frutos. Así, si en la década de los 80 se repitió hasta la saciedad que los guerrilleros utilizaban los centros poblados de la frontera como “aliviaderos”, a finales de los 90 ya era un hecho que estos pueblos se habían convertido en centros de acción y puntos estratégicos claves, en los cuales han llegado a ejercer de manera abierta funciones que deberían estar en manos del Estado –o los Estados–: el orden público, por poner el ejemplo más ilustrativo.
Desde aquella primera acción de 1979, las formas de penetración y consolidación de “bases” en territorio venezolano se hicieron más numerosas y francas, amparadas por la circunstancia de que su base social fue creciendo de manera desmesurada. De allí el fracaso de una macabra y brutal estrategia antiguerrillera que fue bautizada como “Persecución en caliente”, quizá para impresionar propagandísticamente a los ciudadanos –digamos mejor a una opinión pública que clamaba por seguridad, y a la que el “efecto Rambo” lleno de héroes portadores de granadas y ametralladoras suele convencer mejor que un plan racional, realista y político–. La máxima expresión de esta loca estrategia que considera al exterminio una necesidad y la violencia una herramienta invencible, está registrada en la historia militar –y criminal– venezolana como la Masacre de El Amparo.
Este es el foco del asunto: si las autoridades militares del TO1 se propusieran encarcelar a todos los activistas y colaboradores de los movimientos guerrilleros que encontraran en el borde venezolano del Arauca, habría que tender una inmensa cerca que cubriera toda la franja sur del estado Apure. La simplificación no es gratuita, acaso tampoco exagerada: cualquier familia, individuo o grupo organizado de esas comunidades ha tenido alguna vez un contacto personal con la guerrilla y sus representantes. Es imposible que sea de otra forma. Ninguna institución puede violentar o trastocar un sistema de relaciones que se ha prolongado durante décadas. Pedirle a un habitante de El Amparo que elimine todo trato con personas de Colombia vinculadas de alguna forma con las guerrillas, es como pedirle a un caraqueño promedio que evite todo contacto con los apostadores del juego de 5 y 6: el elemento guerrilla está tan metido en la médula de la sociedad de la frontera que para eliminar su influencia a cañonazos habría que llevar a cabo un genocidio. Y fue precisamente un acto genocida el que tuvo lugar en el Cutufí el 29 de octubre de 1988.

Cómo diseñar el horror

En octubre de 1987, por órdenes de la presidencia de la república, los ministerios de Defensa y del Interior evaluaron el alcance de las acciones militares y estratégicas de la guerrilla y se dispusieron a buscar una metodología para combatirla en todos los terrenos. El análisis de los hechos registrados en una década y la experiencia del Comando Antisecuestro concluyó con la creación del Comando Específico José Antonio Páez -Cejap.
En opinión de los altos jefes militares y policiales, el nuevo organismo debía ser dotado de lo necesario para enfrentar por todos los medios posibles la extorsión, el secuestro y las actividades militares de los guerrilleros a lo largo de toda la frontera. Luego de ser aprobados los detalles logísticos y de estructura, comenzó a funcionar el nuevo Comando, que constaba de un Estado Mayor y, en síntesis, era una fuerza regular integrada por funcionarios de la Disip, la PTJ, las Fuerzas Armadas, la Diex y la Guardia Nacional. Se precisó la zona como un Teatro de Operaciones y, conceptualmente, se definió el asunto de la supresión de la guerrilla a través de los métodos de “hipótesis interna” en lo que respecta a la acción, y la “hipótesis externa” para el caso de la planificación. Debido a que se trataba de enfrentar a organizaciones armadas extranjeras, mas no a un enemigo externo, cobró importancia el trabajo de inteligencia previo a cualquier acción de tipo militar, trabajo que tenía por objeto infiltrar la base social venezolana de la guerrilla. Este plan, más una serie de convocatorias “tácticas” para propiciar reuniones de guerrilleros en territorio venezolano y enfrentamientos directos con los irregulares, debían conformar una importante barrera de contención y, finalmente, una plataforma sólida donde apoyarse para lograr la liquidación física de los focos guerrilleros dentro del país. A los proyectos a corto y mediano plazo que se plantearon se les denominó, sucesivamente, Operación Anguila I, II y III.
La primera de ellas tuvo lugar en el sector Caño Rico, donde se logró la captura de un cuadro importante de las FARC de nombre Oscar Montilva. Anguila II tuvo lugar en Palma Africana pero la tarea fue infructuosa porque, al llegar las fuerzas regulares al sitio seleccionado, los efectivos de la guerrilla se habían marchado a otro lugar. Luego se llevaría a cabo, el 29 de octubre de 1988, la llamada Operación Anguila III, que en un primer momento fue presentada como un éxito debido a que en la acción, que tuvo lugar en el caño La Colorada, encontraron la muerte 14 guerrilleros del ELN. Luego se produjo la aparición de un par de sobrevivientes del enfrentamiento, la averiguación conocida por todos, la caída de algunas teorías que no encajaban, y entonces la muy celebrada Operación Anguila III pasó a ser conocida con un nombre conmovedor e inolvidable: la masacre de El Amparo. Poco queda por decir al respecto, aparte del hecho de que esos 14 guerrilleros abatidos no eran guerrilleros ni murieron en un combate, sino simples pescadores ejecutados por el mal tino o la mala fe de un Comando que fue inmediatamente desmembrado. Pese a la funesta memoria que tienen muchos venezolanos respecto a esos hechos, por mucho tiempo se sostuvo, en la frontera y más lejos de ella, que el Cejap ha sido el único organismo capaz de mantener a raya las acciones militares de los guerrilleros colombianos.
Tiempo después y con el triunfo y consolidación de un proyecto conocedor de la dinámica de los movimientos sociales y políticos de ambos países, comenzó a ejecutarse la política que actualmente está en marcha: desde el principio, la restitución de las garantías que quedaron suspendidas con la entrada en vigencia de los Teatros de Operaciones; luego, la renuncia a los intentos de exterminio físico y la más cristalina implantación del diálogo político como herramienta de búsqueda del respeto a nuestra soberanía. El proceso está en plena marcha y por lo tanto será el habitante de la frontera quien dará respuestas en el futuro a la pregunta crucial: ¿está en concordancia el actual espíritu con la necesidad humana de vivir en paz, o será preferible aquella figura del soldado justiciero listo para resolver a balazos lo que la sociedad ha construido durante años de relaciones?

Aprender y enseñar en wayúu
“Los guajiros son malos, son traicioneros, son vengativos, venden a sus mujeres; son contrabandistas, ladrones, asesinos, despiadados, rudimentarios, brutos, insignificantes, mal hablados, huelen mal”. No es difícil transitar por Maracaibo –y, para ser veraces, por cualquier ciudad de Venezuela– y escuchar este tipo de sentencias. En la capital del Zulia, donde se supone que conocen mejor a las etnias que habitan ese estado, no puede ocurrir un crimen o un hecho de sangre más o menos brutal porque enseguida se lo atribuyen a un caso de “venganza guajira”, por aquello de que la sangre se paga con sangre. Se ha difundido además lo de la índole semisalvaje, los votos de silencio, la impenetrabilidad de su carácter; sacarle un secreto a un guajiro, dicen, es más difícil que sacarle poemas a un  abogado.
Un día de 1995 hubo un altercado en el barrio Colombia de la población de Guarero, muy cerca de Paraguachón; se produjo un tiroteo entre guajiros y la Guardia Nacional intervino, no para resguardar el orden sino para tomar partido en la refriega. Como resultado, un guajiro resultó muerto y debieron pasar muchas horas antes de que el cadáver fuera levantado. A alguien se le ocurrió pedirle al cura una misa por el descanso de aquella alma guajira, y el párroco de la región, un español de nombre Manuel Collado, aceptó el llamado del deber. La reacción popular no se hizo esperar: ¿cómo era posible que un sacerdote bendijera a un colombiano, a un guajiro que no había respetado nunca la ley de Dios?
Sorprende encontrarse con gente que realiza actos de fe tan sorprendentes como los hombres y mujeres que hacen de maestros en las 36 escuelas dispersas en La Guajira, pero especialmente los que mantienen en pie la escuela binacional Ramón Paz Ipuana, ubicada en Cojoro. Angel Enrique Arévalo es uno de los wayúu por sangre y por convicción que han decidido ser maestros de su propia gente. La magnitud del problema inicial sólo puede percibirse cuando uno va directo al “qué” de la cuestión: se trata de un guajiro adulto cuyo oficio consiste en enseñarles cosas de alijunas a los pequeños guajiros, luego de haber realizado un periplo por otros pueblos de Venezuela, también en calidad de maestro. Justamente venía de tener una experiencia bastante fructuosa en Rubio cuando fue llamado a cumplir funciones en Cojoro.
El tipo de muchachos a los que le tocó enseñar en Rubio fue, digámoslo así, el tipo “promedio”: jovencito de pueblo, un poco tímido, mejillas sonrosadas, acaso bastante pobre pero en todo caso robusto. Un niño sano que de vez en cuando deberá esquivar una gripe o un mal menor, y cuyos padres están ansiosos por verlo convertido algún día en abogado, médico o cuando menos en un agricultor solvente. Después de tratar con ese tipo de personas, Arévalo sintió el llamado de la madre tierra y optó por aceptar un desafío tremendo como lo es el darle clases –clases convencionales: castellano, matemática, geografía, historia... y el idioma wayúu, para dar cumplimiento al decreto que promueve la educación intercultural bilingüe– a los muchachos de su etnia.
La diferencia entre un niño de Rubio y uno de Cojoro es que el primero pide la bendición en castellano, se cepilla antes de acostarse, siente una identificación más o menos cálida con la figura de Simón Bolívar y obedece sin chistar cuando lo mandan a lavar los platos, mientras que el segundo sólo conoce de inmensidades, mucho calor, un par de referencias históricas y mal digeridas del hombre blanco, y una cosmogonía tan sencilla como antioccidental. En otras palabras: usted no puede tratar de la misma forma a un jovencito que si se fuga de la escuela se llevará la paliza del siglo cuando llegue a la casa, y al otro que se llevará la paliza del siglo si va a clases muy seguido. Así lo entendía perfectamente Angel Arévalo cuando aceptó ir a dar clases en la escuela Paz Ipuana de Cojoro; este maestro es, antes que docente, un wayúu, así que problemas de incomunicación no iba a tener.
Pero vaya que tuvo otros problemas: convencer a sus paisanos de que es importante que el niño aprenda algunas cosas con qué defenderse en el mundo. “¿Quién dijo?”, era la respuesta habitual. “Yo lo que veo en las escuelas es a un poco de muchachos ensuciando la ropa en el patio, dando vueltas, haciendo filas. En la casa pueden hacer cosas más útiles". Arévalo intentó ablandarlos por el lado del honor de la raza: la herencia cultural. Sus clases iban a servir, entre otras cosas, para enseñarles la lengua ancestral, él estaba allí para enseñarles el idioma wayúu, para rescatar el idioma tradicional que poco a poco se va perdiendo. Respuesta-pregunta: “¿Para qué sirve el idioma wayúu?”. Una lógica aplastante: en los hospitales nadie habla wayúu, los nombres de las medicinas están todas en castellano, las monedas y billetes, los avisos en las ciudades están en castellano; los comerciantes, los policías, las necesidades más urgentes, la parte del mundo con la cual los guajiros están conectados se desenvuelve en castellano, todos los códigos humanos que sugieren la idea de “desarrollo” están en castellano. ¿Cómo iba Arévalo a convencerlos de lo necesario que es preservar una lengua que, en términos pragmáticos, no podía resolverles sus problemas básicos? Con todo, después de varias reuniones y forcejeos más o menos cordiales, una reducida cohorte de muchachos comenzó a asistir a las sesiones del maestro Arévalo.
Años después, gracias a la insistencia de otros maestros el número de jóvenes que asisten regularmente a la escuela Ramón Paz Ipuana ha aumentado hasta tal punto que, visto desde cierta distancia, el grupo que sale a disfrutar de los minutos de recreo al pie de la bandera venezolana se parece mucho a lo que la propaganda institucional se complace en llamar “la reafirmación de la soberanía”.
¿Y qué encontramos a escasos metros de este acto de reafirmación? Nada menos que el territorio colombiano. Un pedazo de otro país, que visto con un prisma menos riguroso no pasa de ser, en la práctica y en la cotidianidad de sus habitantes, el mismo territorio. Muchos niños wayúu, en lugar de ser inscritos en la escuela Ramón Paz Ipuana, cursan sus estudios primarios en la escuela unitaria de un poblado llamado Nazareth, del lado colombiano. Allá les cuentan otra versión de la historia de la independencia, les hablan de otros héroes, de otros procesos, pero el asunto sigue sin ser trascendental, al menos en la vida de aquellos jóvenes; después de todo, con los años alguien les facilitará una cédula venezolana y otra colombiana, y con ambas en los bolsillos podrán respirar algo muy parecido a la libertad cuando decidan ser comerciantes, como sus padres; contrabandistas, como sus tíos, o pastores, como sus abuelos. Lo que importa no es la bandera, sino la forma de evitar que el ejército de uno u otro lado los desguace a peinillazos por su condición de extranjeros. Advenedizos en su propia tierra.

Sangre caliente

En junio de 1993, los indígenas de las etnias yukpa y barí decidieron elaborar un comunicado y difundirlo por Internet. Su contenido era un llamado angustioso a quien pudiera preocuparle la destrucción de las dos etnias, cosa que, aseguraban, estaba por ocurrir con la concesión de permisos de explotación de recursos minerales en la Sierra. Dice el comunicado: “Tal vez Venezuela presencie impasible cómo se liquidan dos pueblos indígenas y dos culturas. Eso es posible. Pero no será tan sencillo. Primero deberán acabar con nosotros. Entonces podrán entrar y salir los camiones con carbón mezclado con nuestra sangre, que dé calor a hombres y mujeres de otros países. Será un excelente calor porque será producto de la sangre yukpa y barí”.

Casú totká

¿Qué tan fácil es tener dos cédulas, una de cada país? En la frontera no sólo es posible sino sencillo, y no sólo sencillo sino muchas veces necesario. Ya se sabe que lo más fácil en un lugar como La Guajira es pasar de un país a otro; lo más difícil, saber exactamente en qué momento se ha pasado la raya imaginaria. En cualquier caso, el guajiro deberá mostrarle a las autoridades un documento de identidad, y más vale que la mano no se confunda en el momento preciso de sacarla: en esa región no hay una actividad más difundida que el contrabando, y tampoco una más duramente castigada por los militares de ambos países. Allí funciona el esquema: todo el mundo vive de eso, pero no es bueno que se note demasiado. Disfruto de las bondades del contrabando, pero me rasgo las vestiduras cada vez que veo a un contrabandista; hay una imagen que cuidar. Por otra parte, hay situaciones que rayan el colmo de lo injusto y de lo absurdo. Cuando caen las lluvias del lado venezolano, los guajiros suelen trasladar a sus animales de este lado de la raya para que beban y pasten libremente, sólo que al regresar a su país es común que sean detenidos y vejados por contrabandear con ganado. Y eso depende muchas veces de la destreza a la hora de sacar la cédula correcta ante los efectivos de cada caso.
Otra utilidad práctica de la doble cedulación: se puede votar en las elecciones de ambos países, algo que no representa ningún beneficio en sí mismo pero que en La Guajira tiene sus ventajas: los líderes comunales dicen recibir dinero por cada votante que lleven a las mesas, y éstos reciben su pago en especies –café, azúcar, aceite, granos. Las jornadas electorales venezolanas dejaron una expresión inolvidable entre wayúus: Casú totká, que se traduce “Vota por la tarjeta blanca”.

Un dilema


En el Táchira es tema recurrente la denuncia de la cantidad de votantes ilegales –colombianos a quienes los partidos les han tramitado secretamente sus documentos de identidad venezolanos–. En 1998, según trascendió en su momento, alcanzaba una cifra cercana a los 25 mil, en un universo de votantes que no llegaba a 100 mil. La cuestión planteaba una seria disyuntiva: denunciar en voz muy alta a los portadores de los documentos falsos significaba para el denunciante un suicidio político, ya que equivalía a dirigir los ataques contra un conglomerado que bien podía garantizarle o cerrarle el acceso a un curul o puesto de poder.
El contenido de los discursos proselitistas, en estas circunstancias, es un interesante tema de análisis semiológico: pecar de nacionalista en un escenario lleno de extranjeros con licencia para ejercer el sufragio, no parece ser una buena táctica de captación de votos.

Cuestión de método

Los tiempos en que un guerrillero era considerado un fantasma, un elemento que casi siempre se limitaba a disparar en la sombra de los matorrales sin dejarse ver sino convertido en cadáver; un sujeto escurridizo de cuya existencia misma se llegaba a dudar porque no era un rostro sino un fusil y una insignia, ha pasado hace rato a la historia rupestre de la frontera colombo-venezolana. Un guerrillero puede ser el señor que vende sus verduras en el mercado, el pescador conocido por todos, la muchacha que alguna vez estuvo en la universidad y regresó convertida en material de guerra física y de batallas ideológicas.
Para los venezolanos de otras regiones, asombrados y llenos de angustia por la cuestión de la soberanía, el hecho de que haya compatriotas que prefieran tener trato con la guerrilla en lugar de colaborar con el Ejército es un acto de traición imperdonable; para los habitantes de la zona, que al fin y al cabo son los que han resistido hasta ahora el fuego de ambos bandos, la cosa tiene otra connotación: es un asunto de supervivencia. Y, más que de supervivencia, de reacción lógica ante las situaciones claves.
Hay una explicación, más bien una fórmula, muy utilizada por la gente que vive por allí para ilustrar en qué consiste este molesto asunto de las actitudes patrióticas, antipatrióticas o simplemente convenientes. Dice la parábola: si el Ejército venezolano llega a su casa con un fusil por delante, le exige que ponga esta bandera y cante este himno, y de paso le pide información sobre los guerrilleros; y por otra parte los guerrilleros llegan dispuestos a resolverle el problema de la siembra, a ajustarle la maquinaria, a recomendarle el mejor remedio para estas fiebres, y de paso le pide que no lo delate, la reacción natural de la gente tiene que ser en favor del que llegó “mercadeando” lo suyo por las buenas. Bandera contra resolución de problemas; fusil contra discurso: la relación es favorable a lo segundo. Por detalles como ése pueden perderse batallas cruciales en el terreno de aquello que llaman soberanía.

Manual del contrabandista

Ya se sabe que los encuentros entre contrabandistas y militares suelen arrojar saldos desastrosos para los primeros, a menos que se topen con los militares adecuados y se utilicen los términos adecuados. Un mecanismo bastante efectivo es el de avanzar en convoyes, mercancía a cuestas, y detenerse pocos kilómetros antes del lugar donde se supone hay una alcabala o un puesto de requisa. Los contrabandistas wayúu los llaman uchíi –pájaros: denominación que se le daba a los policías colombianos en tiempos de Laureano Gómez y Rojas Pinilla–, y están claros en algo: hay un idioma universal y es el idioma del dinero.
Así que la jugada está en el ambiente: el convoy de contrabandistas debe enviar adelante una “mosca” o sujeto encargado de hacer la negociación con los soldados, fijar el precio de la transacción y luego volver al convoy para hacerlo pasar, ya sin riesgo de ser registrados como el resto de los vehículos. Pueden ocurrir varias cosas: 1) que los funcionarios acepten el soborno; 2) que atrapen a la mosca y la entreguen a sus superiores en demostración de que se está trabajando por la patria; 3) que acepten el soborno, esperen al convoy lleno de mercancías y procedan a revisarlo sin respetar el tácito acuerdo, lo cual suele generarles dividendos sensacionales.
Pero no siempre es clandestina ni silenciosa esta forma de transacción con las autoridades. En Caracas es posible contratar autobuses que trasladan a decenas de pasajeros a Maicao por la vía convencional, la carretera Troncal 2 del Caribe, por un precio previamente fijado. Justo antes de llegar a cada alcabala o puesto de control, el colector de la unidad, o acaso el mismo chofer, le anunciará a los pasajeros que se está realizando una nueva colecta porque, para pasar a Venezuela toda esa mercancía sin siquiera ser revisada, es necesario pagarle a la Guardia Nacional una comisión. Entonces se produce el ritual: los pasajeros son bajados de la unidad, un par de efectivos sube a la misma con el presunto objeto de hacer una revisión, y el chofer sube con ellos. En cuestión de segundos, y sin que los efectivos le hayan puesto la mano encima a ninguno de los equipajes, bajan sin hacer ni un comentario ni una objeción, y el autobús enrumba, raudo y libre de sospechas, de regreso a la capital, con su mercancía a cuestas.

“Poblar” sin respetar

En 1995, el gobierno de Rafael Caldera proyectó para Cojoro –en La Guajira– un programa de viviendas cuyo objetivo práctico era iniciar un plan de poblamiento. Había otro objetivo, que el entonces ministro de Asuntos Fronterizos, Pompeyo Márquez, resumió así: “resguardar la frontera por medio de una alternativa no militar”. La primera etapa contemplaba la construcción de 130 viviendas a ser ocupadas por gente de la etnia wayúu; en junio de 1997 se realizó el acto de colocación de la primera piedra.
Las reacciones sobrevinieron casi enseguida. Con un tono más de burla que de denuncia, los habitantes de La Guajira apostaban la vida a que el desenlace del proyecto sería una inconsecuencia terrible: se trataba, ni más ni menos, que de un intento de violentar los esquemas de vida y de sociedad que ancestralmente han manejado los wayúu. Obligar a los miembros de esa etnia a convivir en un pueblo diseñado a la manera occidental –calles, cuadras: el “orden” alijuna– es un síntoma de desconocimiento de los parámetros culturales de la etnia. Un ejemplo dramático: ¿en qué puede desembocar el hecho de meter en un solo y reducido poblado a familias enfrentadas por ancestrales conflictos de casta? La palabra masacre viene a la memoria sin esfuerzo.

Un secuestro más
El domingo 15 de agosto de 1997 tuvo lugar un suceso que nadie logró explicar suficientemente. El teniente de navío Carlos Gustavo Bastardo se encontraba, a eso de las 4:30 de la tarde, realizando labores de inteligencia en Puerto Chorrosquero, un pueblo de dos calles y un puñado de casas que se supone estaba minado por “elementos de la subversión”, para utilizar la terminología de los cuerpos de seguridad. Se suponía que andaba de incógnito, de modo que con la mayor naturalidad entró con dos acompañantes en la cantina del pueblo, un lugar donde un domingo a las 4:30 de la tarde siempre será buen momento para comenzar a tomarse unas cervezas. De pronto, sin ninguna fórmula ni aviso previo, la clandestinidad de Bastardo se convirtió en un estremecimiento de pasos en la calle, una persecución y un forcejeo en el que le tocó llevar la peor parte: un grupo de hombres lo sometieron sin que pudiera huir, mientras los otros dos hombres que lo acompañaban lograban escabullirse en medio de un reguero de disparos y botellas quebradas.
Apenas dos días atrás, los entonces presidentes Rafael Caldera y Ernesto Samper habían hecho sus buenos juramentos de fe en la capacidad de los respectivos ejércitos, y de también sendas declaraciones de su compromiso de acabar con los desmanes de la guerrilla, declaración que quedó bastante mal parada con este súbito secuestro que le agrió la bilis a más de un jerarca militar. Se comenzaron a tejer conjeturas sobre el posible asesinato del teniente, sobre su traslado a territorio colombiano, sobre la posibilidad de que estuviera en manos de las Farc.
Entonces comenzó la parte perversa de las declaraciones y contradeclaraciones. El frente número XXII de las Farc emitió un comunicado asegurando que esa organización no tenía en su poder al teniente; por el contrario, exhortó al grupo que lo tuviera para que lo entregara al ejército venezolano. Más tarde, un presunto portavoz del ELN hizo una llamada telefónica a una emisora de San Cristóbal para decir que ese grupo se atribuía la acción, cosa que también hizo el X frente de las Farc en comunicado enviado a los medios.
Días después, los periodistas José Hernández y Oscar de Los Reyes fueron abordados en San Cristóbal e invitados cordialmente, por un par de sujetos, para que fueran a entrevistar al teniente en su sitio de cautiverio. Los periodistas cumplieron con su deber, pero cuando se disponían a regresar a San Cristóbal fueron interceptados por las autoridades del TO1, detenidos y despojados del material grabado y fotográfico que habían obtenido en el campamento –ubicado en territorio venezolano– en el cual entrevistaron a Bastardo. Un día después, la apoteosis: el teniente Bastardo fue liberado, sin que se registrara ningún enfrentamiento, ningún muerto y ningún detenido, en la población de El Milagro, estado Táchira, a unos 200 kilómetros del sitio en que fue secuestrado. Acto seguido se desató una ola de especulaciones que dejaron en el aire la inquietud: ¿fue realmente secuestrado el teniente Bastardo o se trató de una maniobra propagandística del gobierno venezolano de la época? En su momento, el punto crucial era: si se demostraba la veracidad de esta última hipótesis, a las fuerzas regulares de nuestro país les hubiera ido mucho mejor ante los ojos de la opinión pública que si hubieran admitido la tesis del secuestro. ¿No resulta más lastimoso reconocer que, en un momento que se supone es de emergencia y todas las acciones debían ser metódicamente estudiadas, los efectivos de alto rango involucrados en las acciones cometen errores tan delicados como dejarse capturar por el enemigo a quien vigilan?

Dormir en Colombia

¿Cuán Colombia es la frontera entre el Norte de Santander y el Táchira? ¿Cuán poco Venezuela es el Táchira en determinadas circunstancias cotidianas? Algunas experiencias sirven de termómetro, si uno anda lo suficientemente sensible y esa sensibilidad ayuda a tener los ojos abiertos. Lo que sigue es un ejemplo personal.
Usted sale de San Cristóbal hacia San Antonio del Táchira, en autobús o por puesto; es primera vez que usted va a ese pueblo y por lo tanto desconoce con detalles su dinámica, los horarios de su actividad vital. Por algún motivo inesperado, se le hacen las seis o seis y treinta de la tarde y necesita regresar a San Cristóbal. Va al terminal de pasajeros, busca afanosamente una unidad que lo lleve a San Cristóbal, pero los informes son negativos: el último colectivo partió hace una hora. Noticia pésima; ya está oscureciendo y San Antonio no parece ser un buen sitio para pernoctar. Sin embargo, hay una opción: alguien le informa que en la avenida Venezuela, cruce con carrera 10, suelen salir a toda hora camionetas rumbo a la capital tachirense, y hacia allá se dirige usted.
Llega a la plaza Leonardo Ruiz Pineda, enrumba hacia la derecha y a pocas cuadras encuentra el lugar, el famoso cruce Venezuela con 10. Hay docenas de personas en la misma situación que usted: esperando transporte que las lleve a San Cristóbal, algunas en una cola más o menos ordenada y otras esperando el momento de la anarquía para conseguir un puesto en dura lid colectiva.
Usted espera pacientemente, ve llegar una unidad, observa cómo el acto simple de subir a uno de aquellos vehículos se convierte en una lucha a muerte en la cual usted no quiere participar. Veinte minutos después ve llegar una segunda unidad y el proceso se repite; un poco más tarde arriba un taxista aventurero que cobra un precio escandalosamente alto, pero aún así el cupo de cinco personas se llena. Usted desea marcharse pero está dispuesto a esperar, le parece que en algún momento aquella conmoción disminuirá en intensidad y entonces podrá irse tranquilamente, aunque con algo de retraso, a San Cristóbal. Decide esperar una hora más, y busca en las inmediaciones un lugar donde hacerlo sin que el hastío o la desesperación le ganen la batalla a sus nervios. Hay un lugar muy cerca donde tomarse un par de cervezas, va hasta allá y se sienta a esperar que baje la ebullición.
En el bar que ha escogido como sitio de espera trabajan unas ficheras que, por ser lunes, no tienen problema alguno para conversar con los escasos clientes. A usted no le desagrada la chica que se ha aproximado a su mesa, así que la invita a sentarse, a tomarse algo. La historia le suena conocida: ella tiene una semana trabajando en aquel lugar, no es de por allí, es natural de Coro –usted hace un pequeño esfuerzo y le cree– y sus intenciones son reunir algún dinero para regresar con su familia, o en todo caso encontrar a un hombre con el alma buena para intentar una relación seria y estable. Usted confirma que ha escuchado eso otras veces, pero como se trata sólo de esperar un rato y la compañía de la joven no le molesta, pues sencillamente permanece en el lugar y sigue escuchando.
Transcurre un tiempo indefinido. La joven ha confesado, hará unos treinta minutos, que en realidad ha nacido en la costa colombiana y que esto de trabajar como fichera es una buena forma de conseguir trabajo y estadía en la antesala de Venezuela. A estas alturas, cuando se supone que el movimiento migratorio va en sentido contrario, todavía hay muchachas que deciden probar suerte en Venezuela, cruzan la raya internacional y fijan residencia temporal en hoteles escogidos por los dueños de los establecimientos. Es cuestión de trabajar, de complacer a los sujetos indicados y no quejarse mucho; en pocos meses tienen en sus manos documentos legales y la posibilidad de aventurar los pasos un poco más adentro, hacia el interior o la capital de Venezuela, donde quizá haya un familiar esperándolas.
A usted le ha encantado el relato, ha aprendido algo más sobre motivaciones y causas de movimientos migratorios y la chica resultó ser hasta sincera, pero llega la hora de despedirse porque el tumulto seguramente ha bajado y hay que regresar. Mira el reloj: son las 8 de la noche. Sale del local, camina de nuevo hasta la Venezuela con 10 y se encuentra con que ya no hay ni un alma esperando transporte. Transcurren 20 minutos. Media hora. Finalmente decide preguntar; le responden que, a esa hora, para San Cristóbal sólo aceptarían viajar algunos taxistas que seguramente le cobrarán la tarifa de un viaje hasta Caracas. Usted se desespera, indaga por otras alternativas pero no hay ninguna, es imposible: no hay comunicación terrestre entre San Antonio y San Cristóbal después de las ocho de la noche.
Usted se sobrepone a la incomodidad, se devuelve por la avenida Venezuela, cruza a la izquierda y ve, a escasos metros, el fin de la vía, que es también el lugar donde termina su país. No ha caminado más de diez pasos por esta avenida cuando a su lado alguien, desde un automóvil, le grita: “Cúcuta, Cúcuta”. Usted sube al automóvil, paga un módico pasaje en bolívares, cruza la línea fronteriza y se encuentra feliz porque en media hora llegará al hotel Casablanca –donde le cobrarán por una cómoda habitación menos de lo que un taxista le cobraría por ir a San Cristóbal– y dormirá plácidamente un sueño internacional, sin multitudes que lo agobien y sin fronteras que le restrinjan el horario.¿O es que de verdad es más patriótico dormir del lado venezolano?